Detrás de la Cordillera
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Fernando Huidobro era uno de los
detenidos más respetados de la prisión, con más de cincuenta años de militancia
sobre sus hombros y con una conducta intachable tanto en el sindicato como en
su vida privada. En las últimas elecciones había sido elegido alcalde de una
importante ciudad por una abrumadora mayoría de votos. Bonachón, siempre
sonriente, caminaba erguido desde su metro ochenta, entre los distintos grupos
de presos, conversando con todos y siempre llevando una palabra llena de optimismo.
Al hablar se alisaba la barba cana que había negado a cortarse desde el día que
ingresó al penal, esta actitud le valió todo el odio de los militares que
siempre lo tenían de candidato a la hora de golpear a alguien. Para los
detenidos jóvenes como el caso de Patricio, era por demás significativo poder
compartir la charla con Fernando, que era casi una leyenda en la historia del
partido comunista y de la clase obrera chilena. Algunos días Fernando dejaba
sus habituales caminatas y charlas y se alejaba de todos. Se paraba muy cerca
de la cerca electrificada y sus ojos se perdían en la distancia buscando el
mar, sabiendo que un poco más allá estaba su ciudad. Todos los detenidos
respetaban los silencios de Fernando, nadie se atrevía a acercarse ni a llamarlo,
lo miraban desde lejos a ese hombre optimista que, a veces se llenaba de
nostalgias.
Cada comisión buscaba las distintas maneras de
integrar a cada detenido a tareas comunes. Por todos los medios posibles se
intentaba hacer la vida un poco menos dura y la inventiva para esto parecía ser
una cantera inagotable.
Dos veces por semana en cada pabellón se daba cine. La
función consistía en algo muy sencillo, algunos de los detenidos contaba una
película y el resto disfrutaba en silencio y en la oscuridad del relato. Con el
correr del tiempo el método se fue perfeccionando y hasta hubo contadores
preferidos. Uno de ellos era Roberto Ahumada quien había sido locutor de radio
Magallanes, emisora que permaneció leal al gobierno constitucional hasta que
sus puertas fueron echadas abajo por los militares. Sus relatos de películas
eran una obra literaria, el tono de su voz marcaba los distintos climas y hasta
más de una vez tarareó la música del film. Se sospechaba que cambiaba el guión
original, pero a nadie le importaba demasiado, es más, muchas películas
mejoraban notoriamente en estas versiones libres.
Las sesiones de cine fueron una de las primeras
actividades que autorizaron loa militares, es cierto que cuando llegó este
permiso la actividad estaba instalada en todos los detenidos pero con la
autorización se pudo mejorar y se dio paso a otra nuevas.
Cada día en la prisión se vivía
intensamente. Las tareas asignadas a cada grupo se tomaban como una terapia
para escapar en cierta forma de la locura del encierro. Cada detenido presumía
en su intimidad que las posibilidades de
salir de vivo de allí eran por demás escasas pero esto jamás se comentaba.
Todos se esforzaban en mantener el optimismo y la moral en alto.
Una tarde calurosa de Febrero, las puertas de la cerca
electrificada se abrieron para dar paso a una camioneta. Estacionó en el medio
del patio y de ella bajaron tambaleantes tres jóvenes. Los presos que se
encontraban en el patio miraron sorprendidos, hacía meses que la prisión no
recibía nuevos detenidos. Los muchachos se quedaron con sus bártulos en las
manos y la cabeza gacha, parados en el patio. Un grupo detenidos, se acercó y
ofreció su ayuda para trasladarlos hasta los pabellones. A simple vista se
advertía que los muchachos eran hermanos y también por su forma de expresarse
que eran campesinos. Los tres habían sido muy maltratados, el mayor, Esteban
apenas podía caminar, pero sin duda, el que recibió la peor parte en la tortura
era Isidoro, el menor. Desde las puntas de los dedos le chorreaba la pus, y las uñas de sus manos
eran inexistentes. Todos los presos habían sido torturados, pero al ver el
salvajismo en el cuerpo de un compañero los llenaba de indignación.
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