miércoles, 14 de enero de 2015

Detrás de la Cordillera
57

Días después de estos hechos llegaron los comandos. Comenzaron con una requisa a fondo y repartieron bastonazos a todo aquello que encontraran en su camino. De gritos, amenazas y golpes se fueron llenando todos los espacios de la cárcel, todo se inundó de una violencia demencial.
En uno de los baños, improvisaron una sala de torturas y cuando se atestó, los tormentos continuaron al aire libre, debajo de unos árboles. Por estos lugares pasaban en tandas los detenidos, no existía una selección previa cualquiera podía ser el elegido, pero a todos le hacían cantar la internacional mientras eran devastados por la electricidad o los golpes.
Al caer la tarde, la prisión era la imagen cabal de la barbarie, era una postal inequívoca del sadismo y la locura que los militares eran capaces de desatar. Cuerpos ensangrentados por doquier, llantos, quejidos y los alaridos de los últimos torturados, se confundían con los primeros pedazos de la noche. A pesar de esto los militares aún no estaban conformes. Antes de retirarse formaron a todos los detenidos en el patio y tomándose todo el tiempo del mundo seleccionaron a tres detenidos para llevárselos con ellos hasta el continente. Los elegidos, Iván Sepúlveda,  Octavio Aravena Navarro y Fernando Huidobro, ellos eran los símbolo de todos los detenidos y esto era reconocido por los militares
Esa noche no hubo cena en la prisión. Luego de un té aguado con un bollo de pan, los detenidos fueron conducidos hasta las barracas. Una vez que se apagaron las luces, en cada dormitorio comenzó una intensa tarea. Se trataba de socorrer a los presos más golpeados. El pequeño botiquín pasaba de un lado al otro y las escasas pertenencias existentes se terminaron en apenas unos minutos. Era poco lo que se podía hacer con apenas unas aspirinas y varios paquetes de gasas, pero lo importante era llegar hasta el camarada dolorido con una palabra de aliento y una mano fraterna.
Al toque de diana, unos pocos eran los habían podido dormir. Tanto en la formación como en el comedor en el momento del desayuno, el silencio y la incertidumbre era una inmensa manta que los cubría a todos. Los carceleros no eran ajenos a esta situación. Se los notaba nerviosos y hasta esquivaban las miradas directas de los presos. El propio sargento Peña que siempre estaba con la sonrisa a flor de labios y una chanza para alguno de los detenidos, esta mañana tenía el gesto adusto. Caminaba y golpeaba con su  fusta sobre los tacos de sus botas.
Un poco antes del mediodía, los malos presentimientos de todos se hicieron realidad. La reja electrificada se abrió para dar paso a una camioneta y de ella bajaron, maltrechos pero con vida Sepúlveda y Aravena Navarro. Todos los presos los fueron rodeando en el patio, pero ninguno se atrevía a preguntar, no eran necesarias las palabras. Fernando había sido asesinado.
El patio  se llenó de rostros sombríos, de cabezas gachas, de miradas hacia ninguna parte y de corazones latiendo con desesperación. El dolor era algo tangible, se podía palpar, oler, respirar, era inmenso e infinito, era una costra adherida en la piel de cada uno de los detenidos.
Mil quinientos hombres endurecidos por la cárcel, a quienes la dictadura le había arrancado la vida de esposas, hijos, hermanos, compañeros, ahora lloraban la muerte de Fernando. No era un muerto más, era el primero de caer en el presidio y esto le daba otro significado. Mil quinientos hombres endurecidos por la muerte, lloraron en silencio, con lágrimas profundas y espesas arrancadas de sus corazones ajados. Así pasaron toda la tarde, ni la lluvia  pudo retirarlos del patio, como tampoco los militares que apuntando sus ametralladoras ordenaron que se dispersaran hacia las barracas. Los detenidos estaban inundados de dolor, los carceleros de miedo.









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