Detrás de la Cordillera
57
Días después de estos hechos
llegaron los comandos. Comenzaron con una requisa a fondo y repartieron
bastonazos a todo aquello que encontraran en su camino. De gritos, amenazas y
golpes se fueron llenando todos los espacios de la cárcel, todo se inundó de
una violencia demencial.
En uno de los baños, improvisaron una sala de torturas
y cuando se atestó, los tormentos continuaron al aire libre, debajo de unos
árboles. Por estos lugares pasaban en tandas los detenidos, no existía una
selección previa cualquiera podía ser el elegido, pero a todos le hacían cantar
la internacional mientras eran devastados por la electricidad o los golpes.
Al caer la tarde, la prisión era la imagen cabal de la
barbarie, era una postal inequívoca del sadismo y la locura que los militares
eran capaces de desatar. Cuerpos ensangrentados por doquier, llantos, quejidos
y los alaridos de los últimos torturados, se confundían con los primeros
pedazos de la noche. A pesar de esto los militares aún no estaban conformes.
Antes de retirarse formaron a todos los detenidos en el patio y tomándose todo
el tiempo del mundo seleccionaron a tres detenidos para llevárselos con ellos
hasta el continente. Los elegidos, Iván Sepúlveda, Octavio Aravena Navarro y Fernando Huidobro,
ellos eran los símbolo de todos los detenidos y esto era reconocido por los
militares
Esa noche no hubo cena en la prisión. Luego de un té
aguado con un bollo de pan, los detenidos fueron conducidos hasta las barracas.
Una vez que se apagaron las luces, en cada dormitorio comenzó una intensa
tarea. Se trataba de socorrer a los presos más golpeados. El pequeño botiquín
pasaba de un lado al otro y las escasas pertenencias existentes se terminaron
en apenas unos minutos. Era poco lo que se podía hacer con apenas unas
aspirinas y varios paquetes de gasas, pero lo importante era llegar hasta el
camarada dolorido con una palabra de aliento y una mano fraterna.
Al toque de diana, unos pocos eran los habían podido
dormir. Tanto en la formación como en el comedor en el momento del desayuno, el
silencio y la incertidumbre era una inmensa manta que los cubría a todos. Los
carceleros no eran ajenos a esta situación. Se los notaba nerviosos y hasta
esquivaban las miradas directas de los presos. El propio sargento Peña que siempre
estaba con la sonrisa a flor de labios y una chanza para alguno de los
detenidos, esta mañana tenía el gesto adusto. Caminaba y golpeaba con su fusta sobre los tacos de sus botas.
Un poco antes del mediodía, los
malos presentimientos de todos se hicieron realidad. La reja electrificada se
abrió para dar paso a una camioneta y de ella bajaron, maltrechos pero con vida
Sepúlveda y Aravena Navarro. Todos los presos los fueron rodeando en el patio,
pero ninguno se atrevía a preguntar, no eran necesarias las palabras. Fernando
había sido asesinado.
El patio se
llenó de rostros sombríos, de cabezas gachas, de miradas hacia ninguna parte y
de corazones latiendo con desesperación. El dolor era algo tangible, se podía
palpar, oler, respirar, era inmenso e infinito, era una costra adherida en la
piel de cada uno de los detenidos.
Mil quinientos hombres endurecidos por la cárcel, a
quienes la dictadura le había arrancado la vida de esposas, hijos, hermanos,
compañeros, ahora lloraban la muerte de Fernando. No era un muerto más, era el
primero de caer en el presidio y esto le daba otro significado. Mil quinientos
hombres endurecidos por la muerte, lloraron en silencio, con lágrimas profundas
y espesas arrancadas de sus corazones ajados. Así pasaron toda la tarde, ni la
lluvia pudo retirarlos del patio, como
tampoco los militares que apuntando sus ametralladoras ordenaron que se
dispersaran hacia las barracas. Los detenidos estaban inundados de dolor, los
carceleros de miedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario