viernes, 13 de marzo de 2015

Detrás de la Cordillera
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Con mucha ansiedad Patricio fue viviendo el resto del mes esperando el próximo turno de visitas, no se podía sacar a Elena de la cabeza. También por esos días la fiscalía militar comenzó a llamar a algunos detenidos para ser juzgados. Si bien, nadie confiada en tener un juicio justo, el hecho implicaba ser reconocidos como presos políticos y esto achicaba las posibilidades de ser asesinados.
Cada mañana, muy temprano, un grupo de diez o a lo sumo doce detenidos eran trasladados al continente. Al caer la tarde estaban de regreso, en sus rostros se leía la suerte corrida en el juicio. Las penas como mínimo eran de tres años y las más extensas de treinta cinco. Uno de los primeros condenados fue Iván Sepúlveda a quien le dieron la pena máxima. Al entrar a la barraca, todavía le quedaba ánimo para decir:
-Al salir tendré ciento tres años, no voy a ser tan viejo como para abandonar la pelea. Sepúlveda, era el más viejo de todo el penal y en su piel estaba escrita un párrafo de la historia de la clase obrera chilena y también de su actual tragedia. Tres de sus hijos estaban detenidos en distintas cárceles y un cuarto asesinado. Su nieto mayor, apenas un muchacho en estos momentos, años más tarde sería uno de los participantes del Manuel Rodríguez que atentó en el cajón del Maipú contra el dictador Pinochet.
No todos tomaban sus condenas con tanta entereza como Sepúlveda, para muchos el solo imaginar sus próximos cinco, diez o veinte años en la cárcel era devastador. En sí, el problema no era la cantidad de años de condena, sino el no poder imaginarse el porvenir. Un revolucionario es todo futuro, en esto, y no en otra cosa, está su fortaleza y las condenas parecían quebrar esto.
Al fin el tiempo paso y llegó el día de visitas. La ansiedad de Patricio acabó ese domingo, pero al ver a su madre y nuevamente a su hermana Leticia sintió que un latigazo lo derrumbaba. No hizo preguntas y su madre en ningún momento habló de Elena. Al caer la tarde, antes de irse su hermana sacó de entre sus ropas una carta y se la entregó. Es de Elena dijo en voz baja para que no escuche su madre. Patricio guardó la carta en el bolsillo y se despidió de sus familiares.
Por varios días el sobre lo mantuvo sin abrir. Una tarde de lluvia fina y transparente, lo encontró sentado al borde de la cama y, casi sin darse cuenta, leyó la carta.
Esa noche no probó bocado, con mucho esfuerzo, entrada la madrugada, se pudo dormir.
Días después fue trasladado hasta la fiscalía militar donde se desarrolló el juicio, una grandiosa farsa montada por la dictadura. Fue acusado de pertenecer a una asociación ilícita, por tenencia de armas de guerra para atentar contra el país, traición a la patria y de ser agente del gobierno cubano. Patricio fue condenado a treinta años de prisión, a cumplir, por su peligrosidad, en cárceles de máxima seguridad.
Por varios días no pudo salir de la zozobra provocada por la condena. Treinta años había dicho el juez envuelto en su impecable uniforme y firmó ampulosamente la sentencia. En su cabeza Patricio conjugaba un sólo verbo: resistir.


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