"Detrás de la Cordillera"
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Pasada la euforia del festival, el día lunes en la
empresa los trabajadores continuaban con la moral en alto. La comisión interna
evaluó detalladamente todos los hechos de la última semana. Por un lado era
innegable que el festival había sido un éxito político, se logró romper un
pronunciado aislamiento y hoy la iniciativa la volvían a tener los
trabajadores, pero, en cambio, la situación nacional no era favorable. El
gobierno popular no había salido fortalecido con los sucesos de los
guerrilleros argentinos, el hecho, si bien no era público, mostraba en carne
viva las distintas posiciones que albergaba dentro de su seno. Los miembros de
la comisión interna conocían los detalles de la reunión de gabinete, donde la
amplia mayoría de los ministros aconsejaron al presidente de lo conveniente de
entregar a los guerrilleros, para cumplir los pactos firmados y para no quedar
aislados internacionalmente. Todos los militantes estaban al tanto de como el
compañero presidente dio por terminada la ronda de consejos civilizados,
golpeando la mesa: “somos un gobierno socialista y actuaremos como tal. Los
compañeros viajaran inmediatamente a Cuba.
Allende había puesto todo su prestigio en juego para
salvar de la vergüenza que hubiera sido
la entrega de los guerrilleros a la dictadura argentina. La derecha festejó el
pequeño triunfo que había conseguido al lograr crear una fisura en la unidad
del gobierno y se aprestó a trabajar sin pausa en agrandar el conflicto.
En la Unidad
Popular, el debate pasaba por el programa. Un sector planteaba que con el solo
hecho de cumplir el programa votado por el pueblo, nadie se atrevería al golpe.
El otro, por el contrario, decía que para achicar las posibilidades golpistas
había que agrandar la base de las alianzas sociales, y esto sólo era posible si el programa en esta etapa no se
llevaba a cabo a fondo. Las clases dominantes, con sus socios extranjeros,
tenían un pensamiento mucho más sencillo y claro. Lo fundamental era la toma
del poder y disponían de un plan para conseguirlo.
Los gringos
dueños de la empresa estaban al tanto de lo que preparaba la embajada
norteamericana y fueron parte ejecutora sobre todo de los primeros movimientos.
Doscientos telegramas de despido llegaron cuatro días después del
multitudinario festival. La comisión interna quedó sorprendida, en ningún
momento había previsto semejante contraataque. La patronal demostraba que
también conocía al dedillo la importancia de la sorpresa y, aprovechando la
fugaz parálisis de los obreros, volvió a
pegar con otros trescientos despidos. La iniciativa política había cambiado de
bando.
El ministerio de trabajo tomó
cartas en el asunto y convocó a ambas partes del conflicto a entablar el
diálogo. La empresa se mostraba intransigente, no estaba dispuesta a negociar
nada sino se levantaba la toma. Para justificar los despidos se amparaban en
una antigua ley, que la derecha, en ese mismo momento, bloqueaba su derogación
en el senado. Los trabajadores enseguida comprendieron la maniobra, dilatar el
conflicto y a través de los grandes medios de comunicación bombardear a la
opinión pública. El ministerio navegaba
entre lo que indicaba la ley burguesa y lo que necesitaba el pueblo para acabar
con la conspiración. En ese mar de dudas se estaba suicidando el proceso del
socialismo a la chilena.
Los telegramas, en un primer momento, hicieron
tambalear la moral de los trabajadores, aun
así fueron muy pocos los que aceptaron el despido, cobrando la
indemnización. Todos los militantes de
las distintas organizaciones políticas, que trabajaban en la fábrica, se
abocaron en recomponer la situación. Asambleas por cada sector fue la primera
medida que tomaron. En los debates se puso en el centro la solidaridad con los
compañeros despedidos, tanto dentro de la empresa, como en sus casas. Desde una asamblea, surgió la idea de formar una
comisión compuesta por las esposas de los trabajadores. Vilma, la compañera del
choclo Mena fue elegida para encabezarla. La tarea principal a desarrollar era
acompañar al resto de las mujeres, mientras sus maridos estaban en la toma. En
los últimos días, se habían encontrado con
la desagradable sorpresa que
muchas mujeres eran visitadas por
un ejército de evangelistas, con sus portafolios llenos de anticomunismo y
resignación. Lo peor de todo era que la misión evangelizadora estaba obteniendo
algunos resultados positivos. De los compañeros que habían aceptado la
indemnización, varios de ellos se habían incorporado a las huestes de la
“Iglesia Universal del Mundo Libre”.
Después de la
sorpresa inicial, y del pequeño desbande que se produjo, la comisión interna
pudo recomponer sus líneas. La moral
estaba otra vez en alto, pero las negociaciones estaban totalmente
empantanadas. La premisa de máxima, que era estatizar la empresa, hoy era un
objetivo muy lejano. El gobierno pedía prudencia a los obreros e instaba a una
salida negociada. La patronal no dudaba, exigía el levantamiento inmediato de
la toma y recién en ese momento se sentarían a conversar por los despedidos.
Todo lo hacían con deliberada lentitud, cada minuto que pasaba era precioso
para ellos y perjudicial para los trabajadores.
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