Detrás de la Cordillera
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Apenas lo subieron al camión, Patricio
fue vendado y sus muñecas esposadas por detrás. Con una lluvia de culatazos y
patadas lo depositaron en el suelo, quedando su cara pegada al piso. Durante
todo el trayecto, los soldados se entretenían caminándole por arriba y golpeándolo con las puntas de sus botas.
Una vez que se fue habituando a la oscuridad y a los golpes comprendió que él
no era el único detenido que iba en el camión. Con una de sus piernas buscó
hasta encontrar la calidez de un cuerpo, luego afinando el oído, pudo
diferenciar que los quejidos provenían al menos de tres personas distintas.
Descubrir aquello le proporcionó serenidad, sentirse cerca de otro cuerpo, aunque maltratado, tanto como el suyo, lo
fortalecía y lo preparaba para los próximos acontecimientos, que imaginaba
terribles.
Cuando llegaron a destino, fueron
arrojados del camión. Los militares habían preparado un solemne recibimiento. Los detenidos fueron pasando de
a uno, a través de una larga fila de soldados que los golpearon a mansalva.
Vendados, esposados, indefensos, los detenidos eran como pelotas
ensangrentadas, que rebotaban de un lado a otro de la fila. Los quejidos fueron
sepultados por las risas y las bullas de los uniformados, ninguno de los cuatro
detenidos pudo llegar al final del túnel. Sus cuerpos desmayados quedaron al
píe del mástil de la plaza de armas, de la unidad militar.
Al despertar,
Patricio se encontró en un oscuro y estrecho calabazo. Le habían retirado la
venda y las esposas. Todo su cuerpo estaba molido y no tenía ninguna parte que
no le doliera; al intentar reincorporarse, las piernas no le respondieron y
acabó de nuevo en el suelo.
En un momento, el
pasillo de afuera del calabozo comenzó a tener movimiento y voces, pasos de una punta a otra lo recorrían.
Patricio intentó espiar por la puerta, pero no lo consiguió, era imposible, una
gruesa chapa se lo impidió.
Un fuerte golpe contra la puerta lo sorprendió y una
voz grave ordenó:
-Todos preparados que va a comenzar la
función. Los pasos se alejaron, pero el golpe y la orden se iba repitiendo como
por un eco a lo largo del pasillo, hasta perderse en la lejanía.
Por un largo rato todo fue silencio, de pronto el
ruido de un cerrojo al correrse y los goznes de una puerta al abrirse se
escucharon nítidos. Del otro lado de la puerta, Patricio se pudo imaginar
como un detenido era sacado del calabozo
y arrastrado por el pasillo.
Cuando el primer alarido llegó a sus oídos, se le
erizaron los pelos, la impotencia le anudó la garganta y le comenzaron a
castañetear los dientes. Era insoportable, con las manos tapó sus oídos y cerró
con fuerza sus ojos, pero los gritos permanecían ahí, parecían estar adentro
suyo.
Estaba aterrado, cuando golpearon en su puerta sintió
un inmenso alivio y se preparó con la mayor dignidad posible a enfrentar la
situación.
El tiempo que permaneció en la sala de tortura era
inconmensurable, lo mismo que el dolor que sufría todo su cuerpo. Los
torturadores una y otra vez hacían una única pregunta: ¿Dónde están las armas?
Los labios de Patricio permanecieron sellados. En varias oportunidades perdió
el conocimiento, con rapidez lo reanimaban, alguien tomaba su pulso y ordenaba
continuar. En un momento esa persona dijo basta y fue devuelto al calabozo.
Sus visitas a la sala de torturas se repitieron tres o
cuatro veces en un lapso muy breve de tiempo, la pregunta era siempre la misma,
¿Dónde están las armas?. A pesar de permanecer siempre vendado, Patricio pudo
reconocer por sus voces que sus interrogadores iban cambiando.
Una vez más, la puerta de su calabozo se volvió a
abrir pero, esta vez sus carceleros variaron la dirección hacia donde fue
conducido. Junto con otros detenidos fueron cargados en un camión y trasladados
por un camino muy desparejo. El viaje duró alrededor de treinta minutos y al
bajar se les retiraron las vendas. Patricio abrió los ojos con sumo cuidado,
tratando que la claridad no lastimara sus pupilas. A pesar de la situación, era
grato sentir de nuevo su piel expuesta al sol.
La veintena de detenidos fueron empujados hasta el borde de una gran
zanja, los soldados, con rapidez, tomaron posición a su frente y a la orden de
un oficial descargaron los fusiles. Los plomos nunca llegaron hasta los
cuerpos, pero el simulacro estaba bien realizado. Tan bien, que varios detenidos
se dejaron caer y arrastraron a otros en su caída, al menos diez terminaron en
el fondo de la zanja, entre ellos estaba Patricio. Las carcajadas de los
milicos retumbaban por toda la montaña, no podían dejar de reír. Por un momento
se despreocuparon de los prisioneros, esto le permitió a Patricio observar que
el fondo de la zanja estaba lleno de cadáveres. Al reconocer en una de las
osamentas sus zapatos de seguridad, un ramalazo de odio le sacudió todo su
cuerpo dolorido. Desesperado buscó la cara que permanecía tapada por otro
cuerpo y allí encontró el rostro juvenil de Germán.
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