Detrás de la Cordillera
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Esa misma tarde a
Patricio lo vendaron y lo cargaron en un camión. Pensó que ese era el final,
que en un lugar del camino el camión detendría su marcha y con un tiro en la
nuca sería arrojado al fondo de un barranco. Estaba tranquilo, desde el mismo
momento de su detención la muerte era una posibilidad concreta, si hoy había
llegado su hora, se sentía con el deber cumplido. La tortura no había logrado
quebrarlo y las armas no habían sido encontradas.
El camión detuvo su marcha, pero no hubo tiro en la
nuca ni fondo de barranco. Otra unidad militar era el nuevo lugar de detención,
el recibimiento fue el común que tenían todos los presos, una lluvia de patadas
y culatazos propinados por todos los efectivos.
Una vez en el calabozo le retiraron la venda, al
acostumbrar sus ojos a la oscuridad pudo ver que en un rincón había dos
camastros y para su sorpresa una persona estaba tirada encima de uno de ellos.
Patricio se recostó sin hacer ruido y se quedo dormido.
Al despertar, ya era de noche cerrada, su compañero de
celda, que dijo llamarse Paulo, lo convidó con un cigarrillo, a Patricio el
tabaco le sabía al paraíso.
En voz baja comenzaron a charlar. Paulo contó que
estaba detenido desde el mismo día del golpe. Creía que lo peor ya había
pasado, ahora estaba legalizado y en las próximas horas sería trasladado a un
penal a esperar una segura condena.
Ninguno de los dos preguntó al otro por su militancia
política, ni a qué organización pertenecía, era una cuestión de mutuo respeto.
Lo que sí hicieron, fue intercambiar opiniones sobre los errores cometidos, que
permitieron el golpe fascista, pero sobre todo conversaron del futuro y del
triunfo. Embargados de optimismo se durmieron de madrugada.
A primera hora
de la mañana vinieron a buscar a Paulo. Con un breve apretón de manos se
despidieron y se desearon suerte mutuamente ante la mirada de los guardianes.
Ya desde afuera del calabozo Paulo dijo riéndose.
-Te dejo la habitación del hotel
toda para vos, ahora podés dormir en mi colchón que es más blando y usar mi
almohada
Una vez que los pasos se alejaron por el corredor,
Patricio comenzó a buscar en la cama de su compañero y en la almohada encontró
un atado casi completo de cigarrillos.
El nuevo lugar de detención era mucho más flexible que
el anterior, una vez al día era sacado de la celda y llevado a un baño donde,
además de hacer sus necesidades, podía bañarse. Su ropa, que estaba echa
jirones y llena de sangre seca, le fue retirada y a cambio le entregaron un
pantalón y una camisa marrón.
En el baño se apelotonaban más de a cincuenta
detenidos, estaba prohibido hablar y no se permitía ni el menor de los
murmullos. Los guardias eran por lo menos veinte, en su mayoría soldados que no
podían disimular su miedo. Aferrados a sus fusiles automáticos caminaban entre
los presos con ojos desorbitados y los dedos engarfiados en las colas de los disparadores.
Una noche, Patricio fue sacado de su celda, lo
cruzaron por todo el patio de armas y lo entraron en otra edificación,. En la
puerta sus guardianes lo entregaron a otros uniformados, el aliento de
estos delataba que habían estado
bebiendo. Lo llevaron por un lúgubre pasillo y a medida que avanzaban la música
resonaba con más fuerza.
Al final Patricio fue arrojado violentamente en un
calabozo, en su caída piso un cuerpo que estaba tirado y envuelto en una manta
sobre el suelo. Al ponerse de pie se disculpó, nadie le respondió, a sus
espaldas alguien estaba llorando, no se atrevió a acercarse, buscó un rincón y
se sentó sin hablar.
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