Detrás de la Cordillera
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El silencio se quebró cuando el
militar con voz cómplice preguntó
-¿Dónde están las armas Quesada?
-Todo lo que tenia que decir está
escrito acá. Respondió Patricio señalando el papel con su declaración que
permanecía arriba de la mesa.
Sin vacilar el mayor llamó con un grito a su asistente
- ¡Cabo!
Este se presento clavando los tacos aparatosamente a
forma de saludo y por más que estaba a menos de dos metros de distancia gritó:
- ¡Ordene mi mayor!
-Cabo se va con una patrulla hasta la casa del
detenido y me trae a la mujer.
Al quedar solo en la habitación Patricio se encontró
perdido, el solo pensar en que su compañera fuese detenida le producía
escalofríos, la idea le causaba espanto y desesperación.
Horas después el mayor reingresó con paso triunfal.
Fue hasta un ventanal, descorrió una pesada cortina y con un ampuloso ademán le
ordenó a Patricio que se acerque.
-Hermosa mujer Quesada - Y sonriendo agregó -Y por demás
valiente, por nada del mundo aceptó
dejar la criatura en la casa de los vecinos
Con dificultad, Patricio se acercó hasta el ventanal,
las piernas le pesaban y se negaban a conducirlo. Al ver, desde detrás de los
vidrios, a unos cincuenta metros, parada en el patio de armas, al lado de un
camión, la figura de una mujer con un bebé en brazos, el corazón se le estrujó
de impotencia. Con sus puños golpeó el grueso vidrio tratando de llamarla. El
mayor lo arrastró de uno de sus brazos, sacándolo del ventanal, y corrió de
nuevo la cortina. Desde afuera llegó nítido a los oídos de Patricio el llanto
del niño.
-Así es la cosa Quesada, las armas
por tu mujer. Me parece que es un buen trato, dices donde están las armas y
ella regresa tranquilamente a tu casa. Apoltronado en su sillón habló el mayor,
que ahora lo tuteaba y disfrutaba con la situación.
Patricio escuchaba sin oír, no estaba ahí, estaba en
la plaza de armas al lado de su mujer, bajo la fría lluvia cubierto por la
noche. El militar, levantando la voz, repitió la propuesta, Patricio no alzó la
cabeza y permaneció en silencio.
-¡Carajo, dónde mierda están las
armas!- Gritó el mayor. Patricio pareció volver de alguna parte del infinito y
limpiándose las lágrimas que corrían por su cara respondió:
-No hay armas, nunca las hubo, todo
es un invento de mi cuñado- El puñetazo resonó sobre la cara de Patricio que
cayó al suelo.
-¡Cabo! - Llamó el mayor alzando el brazo para señalar con sus dedos,
en una v de muerte, la infame orden - Salga a la plaza y me le pega dos tiros a
esa perra.
El cabo escuchó desde el umbral de la puerta y partió
sin titubeos a cumplir la orden , sin antes golpear sus tacos como de
costumbre.
Al sonar los disparos en la noche, Patricio los sintió
en su cuerpo, la vida se le desangraba a
chorros entre sus manos y el llanto del niño que llegaba desde afuera le
taladraba los oídos.
- Tarea cumplida mi mayor- Habló el
cabo.
-¿Y la criatura?- Preguntó el
mayor. El cabo quedo confundido ante la pregunta y no supo que decir, luego
respondió
-Esta ahí afuera llorando al lado
del cuerpo de la madre.
El mayor de nuevo alzó su mano y volvió a marcar su v
de muerte, pero antes de decir una palabra, Patricio se interpuso entre los dos
militares.
-¡Basta carajo! Paren esta
carnicería, quieren las armas, yo se las daré, yo sé dónde están. Las palabras
le salieron a borbotones, entrecortadas por la impotencia y la pena.
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