miércoles, 2 de julio de 2014

Detrás de la Cordillera
30

La noche estaba fría, pero Patricio no paraba de transpirar, el sudor se le mezclaba con las lágrimas que le recorrían la cara pero su mente actuaba con rapidez y audacia. En pocos instantes desclavó las maderas del  pasillo y ante sí apareció el pequeño arsenal.
A la puerta principal de la casa la bloqueó juntando algunos muebles y él se parapeto detrás de una pequeña pared. Tenía armas para un pequeño ejercito, pero sólo dos manos para dispararlas, aún así calculaba que con suerte podría hacerle más de veinte bajas al enemigo.
Estaba preparado para resistir, sabia que salir con vida era imposible, su única y mayor preocupación era su familia, cuando pensaba en eso se quebraba en llanto.
 Dos ametralladoras, un manojo de granadas y una pistola automática, que se puso en la cintura, fueron las armas elegidas.
 En la calle, el ruido del despliegue militar, llegaba hasta la casa con total claridad, las voces de mando taladraban los oídos de Patricio, que empuñando las armas esperaba el asalto a la casa.
En un momento se hizo silencio, lo único que se escuchaba era el corazón de Patricio, con sus latidos desaforados. Era la calma previa a la tormenta, cada segundo era una eternidad, la espera lo desequilibraba, no aguantaba más y tomó una decisión. Saldría a la calle a tiro limpio.
Uno a uno fue retirando los muebles con que había bloqueado la puerta, estaba en eso cuando escucho gritar órdenes  en la calle. Espió por la rendija de la ventana, los camiones se habían puesto en marcha y los soldados trepaban a ellos, se estaban marchando.
Una vez que los militares se retiraron, se desmoronó, se dejó caer hasta el suelo y así permaneció por un largo tiempo. No sentía los brazos ni las piernas, nada de su cuerpo le respondía, únicamente su corazón que trataba de encontrar su ritmo habitual. De a poco, lentamente se fue recuperando, su torso estaba impregnado de un sudor espeso y agrio, la vista le ardía y los párpados le pesaban una enormidad. Un sopor profundo comenzaba a embargarlo, con muchas dificultades se reincorporó y arrastrando los pies llegó hasta el baño para abrir la ducha.
El agua fría era una caricia que caía sobre su cabeza y se deslizaba por toda su ropa. Desde siempre, el agua helada le resultaba la mejor medicina, desde que era pequeño y su padre le pegaba una soberana paliza, en el agua encontraba una protección reparadora.
Despacio, bajo la ducha, fue recuperando sus fuerzas. Lentamente se fue desvistiendo, cuando se saco el pantalón descubrió  que sus piernas estaban enchastradas de una materia amarilla y pestilente.
 Salió del baño  pasada la medianoche, por suerte Elena tenía el sueño muy profundo y no se había despertado. Llevó a Lautaro hasta su cuna, luego se desplomó en la cama matrimonial y al instante se quedó profundamente dormido.
A la mañana le pareció despertar de un mal sueño, pero no se llamaba a engaños, la noche anterior había estado al borde del precipicio. No se levantó de la cama enseguida, se quedó un buen rato tendido tratando de poner las ideas en claro. Cómo sacar las armas era el problema, la idea que manejaba hasta ayer, de sacarlas a través del lago, ahora, se le hacía imposible. Para hacerlo, debía ponerse en contacto con los combatientes y esto le demandaría, si lo lograba, demasiado tiempo. Todo lo debía hacer con suma rapidez y ésta no es la mejor aliada de la seguridad, pero no había otra opción, debía tomar riesgos.


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