jueves, 1 de enero de 2015

Detrás de la Cordillera
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Fernando Huidobro era uno de los detenidos más respetados de la prisión, con más de cincuenta años de militancia sobre sus hombros y con una conducta intachable tanto en el sindicato como en su vida privada. En las últimas elecciones había sido elegido alcalde de una importante ciudad por una abrumadora mayoría de votos. Bonachón, siempre sonriente, caminaba erguido desde su metro ochenta, entre los distintos grupos de presos, conversando con todos y siempre llevando una palabra llena de optimismo. Al hablar se alisaba la barba cana que había negado a cortarse desde el día que ingresó al penal, esta actitud le valió todo el odio de los militares que siempre lo tenían de candidato a la hora de golpear a alguien. Para los detenidos jóvenes como el caso de Patricio, era por demás significativo poder compartir la charla con Fernando, que era casi una leyenda en la historia del partido comunista y de la clase obrera chilena. Algunos días Fernando dejaba sus habituales caminatas y charlas y se alejaba de todos. Se paraba muy cerca de la cerca electrificada y sus ojos se perdían en la distancia buscando el mar, sabiendo que un poco más allá estaba su ciudad. Todos los detenidos respetaban los silencios de Fernando, nadie se atrevía a acercarse ni a llamarlo, lo miraban desde lejos a ese hombre optimista que, a veces se llenaba de nostalgias.
Cada comisión buscaba las distintas maneras de integrar a cada detenido a tareas comunes. Por todos los medios posibles se intentaba hacer la vida un poco menos dura y la inventiva para esto parecía ser una cantera inagotable.
Dos veces por semana en cada pabellón se daba cine. La función consistía en algo muy sencillo, algunos de los detenidos contaba una película y el resto disfrutaba en silencio y en la oscuridad del relato. Con el correr del tiempo el método se fue perfeccionando y hasta hubo contadores preferidos. Uno de ellos era Roberto Ahumada quien había sido locutor de radio Magallanes, emisora que permaneció leal al gobierno constitucional hasta que sus puertas fueron echadas abajo por los militares. Sus relatos de películas eran una obra literaria, el tono de su voz marcaba los distintos climas y hasta más de una vez tarareó la música del film. Se sospechaba que cambiaba el guión original, pero a nadie le importaba demasiado, es más, muchas películas mejoraban notoriamente en estas versiones libres.
Las sesiones de cine fueron una de las primeras actividades que autorizaron loa militares, es cierto que cuando llegó este permiso la actividad estaba instalada en todos los detenidos pero con la autorización se pudo mejorar y se dio paso a otra nuevas.
Cada día en la prisión se vivía intensamente. Las tareas asignadas a cada grupo se tomaban como una terapia para escapar en cierta forma de la locura del encierro. Cada detenido presumía en su intimidad  que las posibilidades de salir de vivo de allí eran por demás escasas pero esto jamás se comentaba. Todos se esforzaban en mantener el optimismo y la moral en alto.
Una tarde calurosa de Febrero, las puertas de la cerca electrificada se abrieron para dar paso a una camioneta. Estacionó en el medio del patio y de ella bajaron tambaleantes tres jóvenes. Los presos que se encontraban en el patio miraron sorprendidos, hacía meses que la prisión no recibía nuevos detenidos. Los muchachos se quedaron con sus bártulos en las manos y la cabeza gacha, parados en el patio. Un grupo detenidos, se acercó y ofreció su ayuda para trasladarlos hasta los pabellones. A simple vista se advertía que los muchachos eran hermanos y también por su forma de expresarse que eran campesinos. Los tres habían sido muy maltratados, el mayor, Esteban apenas podía caminar, pero sin duda, el que recibió la peor parte en la tortura era Isidoro, el menor. Desde las puntas de los dedos le  chorreaba la pus, y las uñas de sus manos eran inexistentes. Todos los presos habían sido torturados, pero al ver el salvajismo en el cuerpo de un compañero los llenaba de indignación.


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