Detrás de la Cordillera
30
La noche estaba fría, pero Patricio no paraba de
transpirar, el sudor se le mezclaba con las lágrimas que le recorrían la cara
pero su mente actuaba con rapidez y audacia. En pocos instantes desclavó las
maderas del pasillo y ante sí apareció el
pequeño arsenal.
A la puerta principal de la casa la bloqueó juntando
algunos muebles y él se parapeto detrás de una pequeña pared. Tenía armas para
un pequeño ejercito, pero sólo dos manos para dispararlas, aún así calculaba
que con suerte podría hacerle más de veinte bajas al enemigo.
Estaba preparado para resistir, sabia que salir con
vida era imposible, su única y mayor preocupación era su familia, cuando
pensaba en eso se quebraba en llanto.
Dos
ametralladoras, un manojo de granadas y una pistola automática, que se puso en
la cintura, fueron las armas elegidas.
En la calle, el
ruido del despliegue militar, llegaba hasta la casa con total claridad, las
voces de mando taladraban los oídos de Patricio, que empuñando las armas
esperaba el asalto a la casa.
En un momento se hizo silencio, lo único que se
escuchaba era el corazón de Patricio, con sus latidos desaforados. Era la calma
previa a la tormenta, cada segundo era una eternidad, la espera lo
desequilibraba, no aguantaba más y tomó una decisión. Saldría a la calle a tiro
limpio.
Uno a uno fue retirando los muebles con que había
bloqueado la puerta, estaba en eso cuando escucho gritar órdenes en la calle. Espió por la rendija de la
ventana, los camiones se habían puesto en marcha y los soldados trepaban a
ellos, se estaban marchando.
Una vez que los militares se retiraron, se desmoronó,
se dejó caer hasta el suelo y así permaneció por un largo tiempo. No sentía los
brazos ni las piernas, nada de su cuerpo le respondía, únicamente su corazón
que trataba de encontrar su ritmo habitual. De a poco, lentamente se fue
recuperando, su torso estaba impregnado de un sudor espeso y agrio, la vista le
ardía y los párpados le pesaban una enormidad. Un sopor profundo comenzaba a
embargarlo, con muchas dificultades se reincorporó y arrastrando los pies llegó
hasta el baño para abrir la ducha.
El agua fría era una caricia que caía sobre su cabeza
y se deslizaba por toda su ropa. Desde siempre, el agua helada le resultaba la
mejor medicina, desde que era pequeño y su padre le pegaba una soberana paliza,
en el agua encontraba una protección reparadora.
Despacio, bajo la ducha, fue recuperando sus fuerzas.
Lentamente se fue desvistiendo, cuando se saco el pantalón descubrió que sus piernas estaban enchastradas de una
materia amarilla y pestilente.
Salió del
baño pasada la medianoche, por suerte
Elena tenía el sueño muy profundo y no se había despertado. Llevó a Lautaro
hasta su cuna, luego se desplomó en la cama matrimonial y al instante se quedó
profundamente dormido.
A la mañana le pareció despertar de un mal sueño, pero
no se llamaba a engaños, la noche anterior había estado al borde del
precipicio. No se levantó de la cama enseguida, se quedó un buen rato tendido
tratando de poner las ideas en claro. Cómo sacar las armas era el problema, la
idea que manejaba hasta ayer, de sacarlas a través del lago, ahora, se le hacía
imposible. Para hacerlo, debía ponerse en contacto con los combatientes y esto
le demandaría, si lo lograba, demasiado tiempo. Todo lo debía hacer con suma
rapidez y ésta no es la mejor aliada de la seguridad, pero no había otra
opción, debía tomar riesgos.
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