miércoles, 26 de febrero de 2014

"Detrás de la Cordillera"
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Pasada la euforia del festival, el día lunes en la empresa los trabajadores continuaban con la moral en alto. La comisión interna evaluó detalladamente todos los hechos de la última semana. Por un lado era innegable que el festival había sido un éxito político, se logró romper un pronunciado aislamiento y hoy la iniciativa la volvían a tener los trabajadores, pero, en cambio, la situación nacional no era favorable. El gobierno popular no había salido fortalecido con los sucesos de los guerrilleros argentinos, el hecho, si bien no era público, mostraba en carne viva las distintas posiciones que albergaba dentro de su seno. Los miembros de la comisión interna conocían los detalles de la reunión de gabinete, donde la amplia mayoría de los ministros aconsejaron al presidente de lo conveniente de entregar a los guerrilleros, para cumplir los pactos firmados y para no quedar aislados internacionalmente. Todos los militantes estaban al tanto de como el compañero presidente dio por terminada la ronda de consejos civilizados, golpeando la mesa: “somos un gobierno socialista y actuaremos como tal. Los compañeros viajaran inmediatamente a Cuba.
Allende había puesto todo su prestigio en juego para salvar de  la vergüenza que hubiera sido la entrega de los guerrilleros a la dictadura argentina. La derecha festejó el pequeño triunfo que había conseguido al lograr crear una fisura en la unidad del gobierno y se aprestó a trabajar sin pausa en agrandar el conflicto.
 En la Unidad Popular, el debate pasaba por el programa. Un sector planteaba que con el solo hecho de cumplir el programa votado por el pueblo, nadie se atrevería al golpe. El otro, por el contrario, decía que para achicar las posibilidades golpistas había que agrandar la base de las alianzas sociales, y esto sólo era  posible si el programa en esta etapa no se llevaba a cabo a fondo. Las clases dominantes, con sus socios extranjeros, tenían un pensamiento mucho más sencillo y claro. Lo fundamental era la toma del poder y disponían de un plan para conseguirlo.
Los gringos dueños de la empresa estaban al tanto de lo que preparaba la embajada norteamericana y fueron parte ejecutora sobre todo de los primeros movimientos. Doscientos telegramas de despido llegaron cuatro días después del multitudinario festival. La comisión interna quedó sorprendida, en ningún momento había previsto semejante contraataque. La patronal demostraba que también conocía al dedillo la importancia de la sorpresa y, aprovechando la fugaz parálisis  de los obreros, volvió a pegar con otros trescientos despidos. La iniciativa política había cambiado de bando.
El ministerio de trabajo tomó cartas en el asunto y convocó a ambas partes del conflicto a entablar el diálogo. La empresa se mostraba intransigente, no estaba dispuesta a negociar nada sino se levantaba la toma. Para justificar los despidos se amparaban en una antigua ley, que la derecha, en ese mismo momento, bloqueaba su derogación en el senado. Los trabajadores enseguida comprendieron la maniobra, dilatar el conflicto y a través de los grandes medios de comunicación bombardear a la opinión pública.  El ministerio navegaba entre lo que indicaba la ley burguesa y lo que necesitaba el pueblo para acabar con la conspiración. En ese mar de dudas se estaba suicidando el proceso del socialismo a la chilena.
Los telegramas, en un primer momento, hicieron tambalear la moral de los trabajadores, aun  así fueron muy pocos los que aceptaron el despido, cobrando la indemnización. Todos los militantes  de las distintas organizaciones políticas, que trabajaban en la fábrica, se abocaron en recomponer la situación. Asambleas por cada sector fue la primera medida que tomaron. En los debates se puso en el centro la solidaridad con los compañeros despedidos, tanto dentro de la empresa, como en sus casas. Desde una  asamblea, surgió la idea de formar una comisión compuesta por las esposas de los trabajadores. Vilma, la compañera del choclo Mena fue elegida para encabezarla. La tarea principal a desarrollar era acompañar al resto de las mujeres, mientras sus maridos estaban en la toma. En los últimos días, se habían encontrado con  la desagradable sorpresa que  muchas  mujeres eran visitadas por un ejército de evangelistas, con sus portafolios llenos de anticomunismo y resignación. Lo peor de todo era que la misión evangelizadora estaba obteniendo algunos resultados positivos. De los compañeros que habían aceptado la indemnización, varios de ellos se habían incorporado a las huestes de la “Iglesia Universal del Mundo Libre”.
Después de la sorpresa inicial, y del pequeño desbande que se produjo, la comisión interna pudo recomponer sus líneas. La moral  estaba otra vez en alto, pero las negociaciones estaban totalmente empantanadas. La premisa de máxima, que era estatizar la empresa, hoy era un objetivo muy lejano. El gobierno pedía prudencia a los obreros e instaba a una salida negociada. La patronal no dudaba, exigía el levantamiento inmediato de la toma y recién en ese momento se sentarían a conversar por los despedidos. Todo lo hacían con deliberada lentitud, cada minuto que pasaba era precioso para ellos y perjudicial para los trabajadores.

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