miércoles, 18 de junio de 2014

Detrás de la Cordillera
28
Al regreso de Elena, todo estaba preparado para el traslado del próximo día. Patricio había acordado con una de sus hermanas para que pasara a buscar a Elena a primera hora de la mañana.
Muy temprano, a la hora del desayuno, llegó su hermana que compartió un té con la pareja. Luego junto a Elena partieron hacía la casa de la madre de Patricio.
Confiado, Patricio se dispuso a esperar. Con el correr del tiempo, su confianza se fue convirtiendo en desazón. Para el mediodía estaba desesperado. En un momento sintió los frenos de una camioneta  que se clavaban frente de su casa y corrió hacia una de las ventanas. En un primer momento, se ilusionó pues no reconoció al chofer del vehículo, pero al ver bajar por la otra puerta a su vecino se le desvanecieron las ilusiones. Para media tarde había acabado con tres atados de cigarrillos. La cabeza le dolía una enormidad y un intenso cansancio le cubría todo el cuerpo. Estaba aturdido y atontado. Necesitaba despejarse y aclarar las ideas.
 De a poco fue poniendo los pensamientos en orden. No tenía dudas de que la operación del traslado del armamento había fracasado. A partir de ahora, era el único responsable para  que las armas no cayeran en garras del fascismo y lleguen a manos amigas.
Lo primero que hizo  fue cambiar las armas de lugar. El cajón era por demás ostensible, llamaba demasiado la atención, por lo tanto buscó otro escondite. Las paredes del comedor y el pasillo que llevaban al baño estaban revestidas en listones de madera. Le pareció un buen lugar, de a poco fue desclavando listón por listón para ir llenando los huecos con las armas. Las granadas las colocó en los tapa rollos de las ventanas.
Patricio no se  engañaba, sabía que estos embutes no podían pasar un allanamiento, que si los milicos entraban a su casa las armas serían descubiertas con facilidad, pero era algo provisorio hasta darle mejor destino. De eso se encargaría en el futuro.
La noche pasó sin mayores sobresaltos. Poco a poco, el país entraba en la normalidad del fascismo. Como por arte de magia se terminó el desabastecimiento y en los estantes de las tiendas florecía la mercadería. Los artículos de primera necesidad  aumentaron muchísimo y se congelaron todos los salarios. Era el comienzo de la fiesta de la burguesía y sus socios gringos, quienes brindaban con champagne francés  arriba de una parva de cadáveres.


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