Detrás de la Cordillera
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Al regreso de Elena, todo estaba preparado para el
traslado del próximo día. Patricio había acordado con una de sus hermanas para
que pasara a buscar a Elena a primera hora de la mañana.
Muy temprano, a la hora del desayuno, llegó su hermana
que compartió un té con la pareja. Luego junto a Elena partieron hacía la casa
de la madre de Patricio.
Confiado, Patricio se dispuso a esperar. Con el correr
del tiempo, su confianza se fue convirtiendo en desazón. Para el mediodía
estaba desesperado. En un momento sintió los frenos de una camioneta que se clavaban frente de su casa y corrió
hacia una de las ventanas. En un primer momento, se ilusionó pues no reconoció
al chofer del vehículo, pero al ver bajar por la otra puerta a su vecino se le
desvanecieron las ilusiones. Para media tarde había acabado con tres atados de
cigarrillos. La cabeza le dolía una enormidad y un intenso cansancio le cubría
todo el cuerpo. Estaba aturdido y atontado. Necesitaba despejarse y aclarar las
ideas.
De a poco fue
poniendo los pensamientos en orden. No tenía dudas de que la operación del
traslado del armamento había fracasado. A partir de ahora, era el único
responsable para que las armas no
cayeran en garras del fascismo y lleguen a manos amigas.
Lo primero que hizo fue cambiar las armas de lugar. El cajón era
por demás ostensible, llamaba demasiado la atención, por lo tanto buscó otro
escondite. Las paredes del comedor y el pasillo que llevaban al baño estaban revestidas
en listones de madera. Le pareció un buen lugar, de a poco fue desclavando
listón por listón para ir llenando los huecos con las armas. Las granadas las
colocó en los tapa rollos de las ventanas.
Patricio no se
engañaba, sabía que estos embutes no podían pasar un allanamiento, que
si los milicos entraban a su casa las armas serían descubiertas con facilidad,
pero era algo provisorio hasta darle mejor destino. De eso se encargaría en el
futuro.
La noche pasó sin mayores sobresaltos. Poco a poco, el
país entraba en la normalidad del fascismo. Como por arte de magia se terminó
el desabastecimiento y en los estantes de las tiendas florecía la mercadería.
Los artículos de primera necesidad
aumentaron muchísimo y se congelaron todos los salarios. Era el comienzo
de la fiesta de la burguesía y sus socios gringos, quienes brindaban con
champagne francés arriba de una parva de
cadáveres.
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