EL
PERRO DE LOS VIERNES
Antes, no hace mucho, tomaba el colectivo y
estaba ahí, medio agonizante con los ojos tristes pero vivos y fuertes, como recordando épocas
mejores donde abundaba la comida y había un dueño y su pequeño hijo para jugar.
Ahora solo hay pasos desconocidos, alguna
tierna mano que acerca algo de pan, una caricia. Siempre está la jauría
descontrolada que busca atacar en el momento imprevisto y es una amenaza
latente como el hambre.
Los días de junio son crueles y si llueve ni
los aullidos alcanzan para deshacerse un poco del dolor del frío. El ruido de coches
se apacigua solo en la noche, dejando el asfalto tibio y un olor asfixiante.
A veces, durante el día, se recuesta y apoya
su cabeza en las patas delanteras para dormir y mirar al mismo tiempo y con ojos grandes
como pasan quienes pasan, en un eterno blanco-negro distorsionado.
Y así se va su tiempo, un triste presente de
pulgas y flaqueza. A veces siento muy hondo su mirada de súplica.
Los últimos viernes de antes no lo encontré. Recuerdo que el último día lo buscaba intensamente con la mirada hasta que mi
colectivo dobló la esquina. Subí, pague y me fui. Debía hacerlo. Y mientras el
cansado motor rugía en su arranque, sentí que ya no lo vería jamás.
La vida siguió como un trámite inevitable,
como esos días de rutina que transitamos automática e inevitablemente hasta
terminarlos. Hasta perder un poco más el sentido de nuestras vidas en los
estúpidos caminos en los que nos separamos de aquello que daba algo de luz y
brillo a nuestros ojos.
Como la mirada de un perro abandonado en la
calle.
Patricio López Camelo
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