Detrás de la Cordillera
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Pocos días después de la sesión de
fotos, Patricio fue conducido por primera vez a la fiscalía militar. De pie y
esposado de cara contra la pared permaneció en espera por largas horas. Era una
fila infinita que se extendía por todos los pasillos del enorme edificio.
Hombres y mujeres, salidos del infierno del calabozo y la tortura, esperaban su
turno.
Una vez dentro de la oficina, la situación era
grotesca, toda la pompa militar estaba montada a pleno. Un oficial de baja
graduación leyó con solemnidad los cargos, se le notaba hinchado de orgullo de
bajo de su reluciente uniforme. Al acabar con la lectura miró con desprecio a
Patricio y este le devolvió la mirada. Un soldado se acercó con unos papeles
para que Patricio firmara la notificación por los cargos, también le informó
que tenia a su disposición un defensor militar. Cuando el soldado fue a guardar
el papel con la notificación en una carpeta, esta se le escapó de las manos
regando de papeles el piso de la oficina. Patricio reconoció con claridad una
declaración suya, porque junto con su firma estaba una inmensa mancha de
sangre, ahora seca.
Al salir de la fiscalía lo subieron junto con otros a
un camión y marcharon hacia un nuevo destino. El viaje duró más de lo pensado,
cuando los bajaron del vehículo se encontraron en medio de una pista de
aterrizaje. Formados de seis en fondo recibieron un jarro de té con pan duro y
esperaron la llegada de otro camión con otra carga de detenidos. Apenas
apareció el nuevo contingente separaron los hombres de las mujeres. Los hombres
fueron obligados a subir al avión.
-No entran más mi mayor, ¿qué
hacemos?- Preguntó un soldado cuando todavía quedaban alrededor de diez
prisioneros al píe del avión
-Me los caga bien a culatazos y me los apila uno arriba
de otro. La patria no puede gastar más en estos subversivos. Ordeno
el oficial a cargo del traslado.
Al aterrizar el avión ya era noche cerrada y sin
ninguna estrella. Patricio bajó con paso inseguro. Una ráfaga de viento helado
le cruzó la cara y lo hizo estremecer de pies a cabeza. La muerte debe andar
cerca, se dijo para sí. Era un dicho campesino que lo había escuchado por
primera vez siendo muy chico, por boca de
los peones del fundo donde se crió. Por desgracia el dicho estaba en lo
cierto. Un solo golpe lo dejó acostado sobre la fría pista de aterrizaje.
Sombras uniformadas aparecieron de la nada, golpeando a diestra y siniestra con
unos bastones de madera. Los prisioneros trataban infructuosamente cubrirse de
los golpes, en un momento, las sombras uniformadas desaparecieron dejando tras
de sí, esparcidos sobre el asfalto, los cuerpos golpeados y ensangrentados de
los detenidos. Todo se volvió silencio, rachas de viento dispersaban quejidos y
llantos entrecortados.
Luego de pasado un tiempo unos poderosos reflectores
rompieron la oscuridad de la noche, Los
detenidos fueron obligados a ponerse de pie y desde unos parlantes se
escucharon los primeros acordes del himno nacional. Al llegar a la primera
estrofa cada preso comenzó a cantar a toda voz.
Esta actitud enfureció a las militares, que tomaron una represalia
perversa.
Los prisioneros
fueron rodeados por una docena de perros de policía, a los cuales de uno vez se
le iba quitando el bozal y embestían sobre los presos indefensos. Al mismo
tiempo las luces se prendían y apagaban.
En los
parlantes sonaba de nuevo el himno
nacional chileno.
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