Detrás de la Cordillera
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Al despertar,
en la enfermería, tenia todo el cuerpo marcado por las dentelladas de los
perros. Las heridas habían sido desinfectadas y comenzaban a cerrarse. Caminaba con
dificultad, sus pasos eran muy cortos y al hacerlo algunas heridas se
volvieron a abrir. A pesar de su estado,
aun de convalecencia esto no fue
impedimento para ser trasladado.
En poco más de dos horas estuvo en su nuevo destino.
El lugar era una isla, otrora base naval, hoy reciclada en penitenciaría de
máxima seguridad. Luego de las fotos de rigor y de la somera visita del médico,
que certificaba que aún estaba vivo, le fue entregado un uniforme, dos
mantas y un equipo de rancho.
También fue conducido a ver al peluquero quien lo peló al rape.
Al finalizar
todos los trámites, un cabo lo acompañó hasta un patio donde los detenidos estaban formando y,
sin decir palabras, con un gesto, le señaló que se sumara a una de las
columnas.
En el penal, eran alrededor de mil y estaban divididos en cuatro secciones. Cada
una de estas bautizadas con grandilocuentes nombres por los milicos: Libertad,
Septiembre, Aurora y Victoria, a esta última fue incorporado Patricio.
Al escuchar una orden, la formación se puso en marcha
hacia distintas barracas. Apenas ingresó, Patricio se quedó parado al borde de
la puerta sin saber que hacer. El lugar era sórdido, un viejo galpón de madera
y chapa con grandes ventanales donde faltaban la mayoría de los vidrios. Las
camas estaban en doble fila dejando en el medio un gran pasillo, detrás de
estas unos cofres individuales donde cada detenido guardaba sus pocas
pertenencias.
-Venga compañero, por acá. Traiga
sus cositas. Dijo alguien que extendiendo la mano.
-Ignacio Toro pa’ servirle a usted.
Patricio estrechó la mano.
Al desandar por el largo pasillo otras voces y otras
manos se acercaron para saludar. La marcha se detuvo al pie de un camastro,
Patricio depositó las mantas encima del colchón y las cosas del rancho en el
cofre. Toro se retiro y lo dejo solo para que descanse hasta la hora de la cena.
Patricio estiró el colchón y colocó las mantas, la cama que le había
tocado en suerte era la de arriba, así fue que al trepar con mucha dificultad,
un quejido se le escapó de los labios. Esto fue advertido por el compañero de
la cama de abajo que preguntó.
¿Qué pasa cumpa, algún problema? Patricio negó
con énfasis, minutos después un pequeño hilo de sangre caía desde la cama de
arriba.
Un silbido corto, rítmico y punzante cruzó por todo el
pabellón, al instante Toro y un grupo detenidos estaban al pie de la cama.
-El compañero parece que esta
herido. Habló el autor del silbido señalando la cama de arriba. Patricio le
restó importancia a su herida y se negó a recibir ayuda.
-Te vas al tiro nomás, hasta
Libertad y busca al doctor. Le dijo Ignacio Toro a uno de sus compañeros.
Después le habló a Patricio.
-Mire compañero, aquí la cosa es
bien sencilla, si usted está herido es nuestro deber ayudarlo. Me imagino que
sabrá de sobra que el coraje individual no sirve de nada, sino no se esta al
servicio de un colectivo y aunque no lo parezca, eso somos aquí adentro. Toro
hizo una pausa, cambió el tono de dureza en su voz por otro mucho más suave y
agregó:
-Así que basta de güeverío, que lo
va revisar el doctor. En esos momentos regresaba el otro compañero.
-El doctor no se encontraba en el
pabellón, pero su ayudante se ofreció a colaborar. Y señaló a un muchacho flaco
y pálido, que se acercó al borde de la cama con timidez.
El muchacho,
revisó a Patricio concienzudamente. Pasados unos minutos sacó del bolsillo de
su pantalón un trapo blanco y vendó la herida sangrante.
-Las heridas están cicatrizando bien, hay que tener
cuidado con la que esta abierta, recomiendo que camine lo menos posible por un
par de días y que duerma en una cama de abajo, para evitar el esfuerzo de
trepar Hablo el muchacho que parecía haber recuperado su timidez habitual.
Luego se despidió y prometió en volver mañana, trayendo en lo posible, una
venda de mejor calidad.
-Toro, el compañero puede usar esta cama, yo me llevo
mis petates para arriba. Habló el detenido de la cama de abajo que hasta ese
momento se había mantenido callado.
-Es buena idea. Asintió Toro. Patricio se negó pero ante la insistencia de los demás
pasó sus cosas a la cama de abajo.
Este hecho no fue la única muestra de solidaridad que
encontró en su primer día de cárcel. A la hora de la cena, sentado a la mesa
común, ante un humeante plato de guiso, tuvo su segunda vivencia. Todos los
compañeros de mesa, que eran más de veinte, aportaron de su ración una
cucharada, que engrosó el plato de Patricio.
Esa noche, una vez que apagaron las luces del
pabellón, envuelto en las mantas, Patricio Quesada lloró como nunca lo había
hecho en su vida. Quebrado por la emoción se juramentó dar lo mejor de sí
para corresponder tanta dignidad.
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