“Narigasnadaquenarigúnproblemaenarizona”
era el apodo que le habíamos puesto, copiándonos de los más grandes. Ella no
era del barrio, pero tenía amigas en alguno de los departamentos, así que
siempre andaba por ahí. Vivía en la Muñoz, donde desembocaba la calle “del
paraguayo”, calle nunca transitada por nosotros dado que para ir al parque o la
panadería íbamos por la paralela a la ruta, y para ir a la 31 o la Carnicería
Chalita, cruzábamos el campo por la calle del pozo. La cuestión es que esta
chica tenía una nariz enorme y ganchuda. Era flaquita y menuda, lo que
destacaba más aun su enorme defecto físico. Defecto que contrastaba con lo
proporcionado de nuestros cuerpos (pensar en el tamaño de mi cabeza o de los
labios de Gustavo). Por supuesto aportábamos, de manera ostensible, a hacerle
la infancia intransitable. Verla a ella era suficiente para disparar todo tipo
de burlas (galpón de moco, por ejemplo). Y ninguno de nosotros, galanes, iba a
tocarla ni con un palo. Tal vez porque darle bola era “un quemo”, nadie le
prestó atención. Así que, para nosotros, esta chica creció de un día para otro.
Ahora su nariz se asentaba sobre un cuerpo espectacular, que tenía todo lo que
debía tener y más. Ahora su nariz era un toque de exotismo, no un horripilante
apéndice. En realidad ya lo que menos mirábamos era su nariz. Había llegado el
momento de la revancha: por mucho que nos esforzáramos en caerle simpáticos (y
las hormonas nos empujaban a niveles de esfuerzo ridículos), no nos daba
bolilla. Y la cosa se puso peor cuando se operó y redujo su órgano olfativo a
tamaño normal. Ya no solo no nos daba bola, pasaba contoneando todo aquello que
conformaba nuestro objeto de deseo y nos miraba con gesto absolutamente
despreciativo. Solo nos quedaba el consuelo solitario realizado en su honor.
Aprendimos dos cosas de aquella experiencia: que la naturaleza produce cambios
impresionantes y que la cirugía los mejora. Y una tercera: no hay mujeres feas…
Alberto López Camelo
Alberto López Camelo
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