sábado, 28 de diciembre de 2013



ALGUNAS HISTORIAS DE MI BARRIO..

RICARDO


La ciencia histórica no se ha decidido aún a buscar los orígenes de su apodo, por lo que solo nos queda navegar en las procelosas y oscuras aguas del mito urbano, siempre modificado y exagerado, pero conteniendo una parte, tal vez la esencial, de verdad.
Cuentan los que la tienen clara (pero Alá sabe más) que el apelativo nació una noche de juerga en las lejanas tierras de William Morris. Hasta allí se habían dirigido los muchachos del barrio en busca de un poco de sano esparcimiento. Fue el destino, traicionero e imprevisible, el que enredó a nuestros inocentes vecinos en una trifulca a palos con aborígenes locales. A los que hemos conocido a Hector, Nando, Rody, Tavo, Tony, Marcelo, etc., no nos cabe la más mínima duda que no tuvieron nada que ver con la iniciación de la lucha. Eran lo mejorcito del barrio y con eso alcanza para proclamar que la culpa estuvo del otro lado.
La gresca que se había armado se estaba inclinando, visiblemente, hacia los locales. Nuestros muchachos iniciaron entonces un prudente (pero veloz) repliegue hacia la estación de trenes. La suerte, por fin de su lado, quiso que llegaran en el momento exacto en que una formación del San Martín reiniciara su marcha con punto de llegada en la tranquila y bienamada ciudad de José C. Paz. Todos se abalanzaron hacia la seguridad del tren.
Todos menos uno: El Ricardo llegó tarde.
Y allí estaba, este prototipo de la paceñidad, solo y expuesto a los designios de los salvajes williammorrisenses (o williammorriseños, según el autor que tomemos). Como cristiano en la arena del Coliseo romano, enfrentaba con dignidad a los hambrientos leones.
Zapateá! - fue la orden -, zapateá si no querés que te caguemos a palo!.
Algunas versiones del mito cuentan que mientras Ricardo zapateaba, los bárbaros le tiraban tiros a las patas, solo por diversión. Lo cierto es que el sol sorprendió a Ricardo bailando malambo en la estación de William Morris y a sus captores hechizados por la gracia con que lo hacía.
Finalmente lo dejaron ir, con apenas unos cachetazos que, a esa altura, no se sabe muy bien si eran de desprecio o admiración.
Las horas que Ricardo malambeó para aquellos irracionales no entraron en el libro Guines de los records, lo que configura una verdadera injusticia. Pero ese fue el origen del apodo que lo acompañaría el resto de su vida en el barrio: “El pampa”.

Alberto López Camelo

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