sábado, 2 de agosto de 2014

Detrás de la Cordillera 
34

Apenas lo subieron al camión, Patricio fue vendado y sus muñecas esposadas por detrás. Con una lluvia de culatazos y patadas lo depositaron en el suelo, quedando su cara pegada al piso. Durante todo el trayecto, los soldados se entretenían caminándole por arriba  y golpeándolo con las puntas de sus botas. Una vez que se fue habituando a la oscuridad y a los golpes comprendió que él no era el único detenido que iba en el camión. Con una de sus piernas buscó hasta encontrar la calidez de un cuerpo, luego afinando el oído, pudo diferenciar que los quejidos provenían al menos de tres personas distintas. Descubrir aquello le proporcionó serenidad, sentirse cerca de otro cuerpo,  aunque maltratado, tanto como el suyo, lo fortalecía y lo preparaba para los próximos acontecimientos, que imaginaba terribles.
Cuando llegaron a destino, fueron arrojados del camión. Los militares habían preparado un solemne  recibimiento. Los detenidos fueron pasando de a uno, a través de una larga fila de soldados que los golpearon a mansalva. Vendados, esposados, indefensos, los detenidos eran como pelotas ensangrentadas, que rebotaban de un lado a otro de la fila. Los quejidos fueron sepultados por las risas y las bullas de los uniformados, ninguno de los cuatro detenidos pudo llegar al final del túnel. Sus cuerpos desmayados quedaron al píe del mástil de la plaza de armas, de la unidad militar.
Al despertar, Patricio se encontró en un oscuro y estrecho calabazo. Le habían retirado la venda y las esposas. Todo su cuerpo estaba molido y no tenía ninguna parte que no le doliera; al intentar reincorporarse, las piernas no le respondieron y acabó de nuevo en el suelo.
En un momento, el pasillo de afuera del calabozo comenzó a tener movimiento y voces,  pasos de una punta a otra lo recorrían. Patricio intentó espiar por la puerta, pero no lo consiguió, era imposible, una gruesa chapa se lo impidió.
Un fuerte golpe contra la puerta lo sorprendió y una voz grave  ordenó:
 -Todos preparados que va a comenzar la función. Los pasos se alejaron, pero el golpe y la orden se iba repitiendo como por un eco a lo largo del pasillo, hasta perderse en la lejanía.
Por un largo rato todo fue silencio, de pronto el ruido de un cerrojo al correrse y los goznes de una puerta al abrirse se escucharon nítidos. Del otro lado de la puerta, Patricio se pudo imaginar como  un detenido era sacado del calabozo y arrastrado por el pasillo.
Cuando el primer alarido llegó a sus oídos, se le erizaron los pelos, la impotencia le anudó la garganta y le comenzaron a castañetear los dientes. Era insoportable, con las manos tapó sus oídos y cerró con fuerza sus ojos, pero los gritos permanecían ahí, parecían estar adentro suyo.
Estaba aterrado, cuando golpearon en su puerta sintió un inmenso alivio y se preparó con la mayor dignidad posible a enfrentar la situación.
El tiempo que permaneció en la sala de tortura era inconmensurable, lo mismo que el dolor que sufría todo su cuerpo. Los torturadores una y otra vez hacían una única pregunta: ¿Dónde están las armas? Los labios de Patricio permanecieron sellados. En varias oportunidades perdió el conocimiento, con rapidez lo reanimaban, alguien tomaba su pulso y ordenaba continuar. En un momento esa persona dijo basta y fue devuelto al calabozo.
Sus visitas a la sala de torturas se repitieron tres o cuatro veces en un lapso muy breve de tiempo, la pregunta era siempre la misma, ¿Dónde están las armas?. A pesar de permanecer siempre vendado, Patricio pudo reconocer por sus voces que sus interrogadores iban cambiando.
Una vez más, la puerta de su calabozo se volvió a abrir pero, esta vez sus carceleros variaron la dirección hacia donde fue conducido. Junto con otros detenidos fueron cargados en un camión y trasladados por un camino muy desparejo. El viaje duró alrededor de treinta minutos y al bajar se les retiraron las vendas. Patricio abrió los ojos con sumo cuidado, tratando que la claridad no lastimara sus pupilas. A pesar de la situación, era grato sentir de nuevo su piel expuesta al sol.
La veintena de detenidos  fueron empujados hasta el borde de una gran zanja, los soldados, con rapidez, tomaron posición a su frente y a la orden de un oficial descargaron los fusiles. Los plomos nunca llegaron hasta los cuerpos, pero el simulacro estaba bien realizado. Tan bien, que varios detenidos se dejaron caer y arrastraron a otros en su caída, al menos diez terminaron en el fondo de la zanja, entre ellos estaba Patricio. Las carcajadas de los milicos retumbaban por toda la montaña, no podían dejar de reír. Por un momento se despreocuparon de los prisioneros, esto le permitió a Patricio observar que el fondo de la zanja estaba lleno de cadáveres. Al reconocer en una de las osamentas sus zapatos de seguridad, un ramalazo de odio le sacudió todo su cuerpo dolorido. Desesperado buscó la cara que permanecía tapada por otro cuerpo y allí encontró el rostro juvenil de Germán.

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