sábado, 27 de diciembre de 2014

Detrás de la Cordillera
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Entre los imprescindibles estaba un ingeniero franco-uruguayo al que todos llamaban Willy, ya que su nombre era un jeroglífico imposible de pronunciar. Willy era una persona muy particular, de escasas palabras y extremadamente reservado. Por lo  general cuando opinaba se destacaba por su agudeza para poder separar lo importante de lo secundario.
Tenía una situación procesal complicada, existía un pedido de extradición del gobierno uruguayo y una pesada acusación de la fiscalía militar. Por suerte para el ingeniero, su madre era francesa y la embajada de ese país estaba intercediendo para conseguir su libertad. El delito que se le imputaba era pertenecer a una organización terrorista internacional, que por supuesto tenía su base central en Cuba. Nada de esto era cierto, Willy era uno más de los tantos profesionales que se acercaron a colaborar con el proceso chileno. Desde el mismo momento de su llegada había trabajado en las minas del norte del país en un ambicioso plan de vivienda. Las indignas casas de madera donde por años se habían hacinados los mineros se tiraban abajo, ahora vivían en  confortables casas que, además, se construyeron con el trabajo comunitario. Cuando Willy hablaba de esta experiencia se trasformaba, dejaba de ser ese tipo cauto, medido, equilibrado y se convertía en un narrador apasionado, su voz se volvía dulce y hasta se le erizaban los pelos de su cabellera colorada.
Políticamente, Willy se caracterizaba a sí mismo como un anarco-socialista y esto, aunque parezca disparatado, era acertado. Contaba con una sólida formación teórica, basada en las ideas de los fundadores del anarquismo y una, no menor, de los clásicos del socialismo; pero lo más importante era cómo Willy se manejaba en situaciones difíciles y cómo con sus actitudes arrastraba a los demás a superarlas.  Ignacio Toro muchas veces decía, mitad en broma mitad en serio, que para situaciones difíciles lo mejor es siempre tener un anarquista a mano. Todos reían al escuchar esto pero también todos reconocían que con Willy esto era una inmensa verdad.
Con el transcurso de los días las cosas volvieron a los carriles normales. Las distintas comisiones sacaron conclusiones de lo vivido y tomaron algunas medidas, al menos para amenguar los desbordes emocionales. Estos hechos no volvieron a repetirse, ni aun cuando las visitas se volvieron mensuales.
Los días en la  cárcel eran una larga cadena de luchas ínfimas y diarias. Si bien a medida que pasaba el tiempo, la posibilidad de que los mataran se alejaba, la supervivencia pasaba por otros carriles. Se trataba de sobrevivir con dignidad, no pactando con el enemigo que trataba por todos los medios de comprarlos con pequeñas prebendas para quebrar la unidad del grupo. No obstante, la violencia física siempre estaba presente y se multiplicaba con la llegada de los comandos. Una mañana apenas el sol se había asomado, cuando varios jeep, repletos de comandos bajaron desde el camino de la comandancia. Los presos estaban  en el patio esperando para salir a hacer las distintas tareas, cuando irrumpieron con sus gritos, sus golpes y sus caras llenas de odio y tizne. Llamaba la atención como los comandos ignoraban por completo a los oficiales que estaban a cargo del penal. Apenas le dirigían la palabra, en cambio para los soldados y suboficiales el trato era casi el mismo que le brindaban a los detenidos, lo único que faltaba eran las golpizas.
Los detenidos fueron obligados a formar a las puertas de cada pabellón con todas sus pertenencias. Los cofres fueron vaciados y todo el contenido depositado dentro de una manta. Con todos sus cacharros a la rastra, de uno en vez, cada preso pasó por una minuciosa requisa, la falta de algún elemento del equipo provisto era castigada con  golpes e insultos.
No encontraron nada que les procurara motivos para descargar su furia, pero aun así dieron rienda suelta a su ferocidad. El resto de la mañana se entretuvieron con un perverso juego. Este consistía en hacer acostar los presos de panza al suelo y que los soldados corrieran carreras pisando las espaldas de los detenidos. Los comandos disfrutaban con la situación alentando y apostando por cada soldado, hasta que en un momento de suma algarabía ellos mismos participaron de las carreras.
Cuando todo se volvió rutinario y las caídas ya no producían sonoras carcajadas, a uno de los jefes, haciendo gala de un sadismo infinito, se le ocurrió algo para hacer un poco más atractivo la situación. Los soldados empuñaron sus fusiles con sus bayonetas caladas para emprender la loca carrera, ahora cada caída podía producir una herida.

Un poco antes del mediodía terminó el calvario. Los comandos ya saciados de dar gritos y golpes, dejaron la isla. Esto trajo alivio para todos, lo terrible fue que con ellos se llevaron a cinco presos. Siempre hacían lo mismo, era como dejar una estaca de incertidumbre clavada en cada uno de los detenidos, que no podían dejar de pensar en sus compañeros. Esta vez hubo suerte, la estadía de los cinco en el continente fue breve y esa misma noche fueron devueltos al penal, golpeados pero con vida. 

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