domingo, 16 de marzo de 2014


EL GORDO


Causaba impresión. Era verdaderamente enorme. No solo por su peso (a los 14 años andaría por los 90 kilos o más), si no por su altura. Mientras nosotros nos esforzábamos por llegar al metro treinta, él superaba el metro setenta. Daba miedo. Ninguno de nosotros se animaba a pelearse con él. Qué digo pelearse, ni siquiera a contradecirlo. Nadie quería ver al gordo enojado. A pesar de su tamaño, y especialmente cuando levantaba la voz, el gordo emitía en una frecuencia muy aguda. Tenía voz de pito, bah!. Esa voz no coincidía con su físico, pero todos nos guardábamos bien de hacérselo notar. El Gordo tenía dos hermanos: Lalo, el mayor y Armando, menor que él. Por ser tres varones y porque el padre tenía un buen trabajo, ellos eran los únicos que siempre contaban con pelota de fútbol, uno de los bienes más preciados en el barrio en aquellos primeros setentas. Lalo era generoso, jamás negaba la pelota aunque él no pudiera jugar, ni ponía condiciones para el préstamo. Con el Gordo ocurría todo lo contrario. Cada vez que jugábamos con él y Lalo no estaba, debíamos respetar todos sus caprichos: el gol valía si el gordo lo convalidaba; era penal cuando él lo disponía y todos debíamos obedecerle. –Si no, amenazaba, me llevo la pelota… Una tarde nos cansamos de sus caprichos. –Está bien, le dije, quedate solo. Nos vamos todos. Empezamos a abandonar la cancha dejando al Gordo en el medio del campo, con su pelota entre los brazos. De pronto escuchamos su voz, mas aflautada que nunca. -Muchachos, vuelvan. No lo hago mas, nos decía… Vi que estaba llorando a mares. Me di cuenta que se sintió solo. Y supe que el gordo, a pesar de su tamaño, era nada mas que un chico. Como nosotros.

Alberto López Camelo

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