miércoles, 22 de octubre de 2014

 Detrás de la Cordillera
46

Pocos días después de la sesión de fotos, Patricio fue conducido por primera vez a la fiscalía militar. De pie y esposado de cara contra la pared permaneció en espera por largas horas. Era una fila infinita que se extendía por todos los pasillos del enorme edificio. Hombres y mujeres, salidos del infierno del calabozo y la tortura, esperaban su turno.
Una vez dentro de la oficina, la situación era grotesca, toda la pompa militar estaba montada a pleno. Un oficial de baja graduación leyó con solemnidad los cargos, se le notaba hinchado de orgullo de bajo de su reluciente uniforme. Al acabar con la lectura miró con desprecio a Patricio y este le devolvió la mirada. Un soldado se acercó con unos papeles para que Patricio firmara la notificación por los cargos, también le informó que tenia a su disposición un defensor militar. Cuando el soldado fue a guardar el papel con la notificación en una carpeta, esta se le escapó de las manos regando de papeles el piso de la oficina. Patricio reconoció con claridad una declaración suya, porque junto con su firma estaba una inmensa mancha de sangre, ahora seca.
Al salir de la fiscalía lo subieron junto con otros a un camión y marcharon hacia un nuevo destino. El viaje duró más de lo pensado, cuando los bajaron del vehículo se encontraron en medio de una pista de aterrizaje. Formados de seis en fondo recibieron un jarro de té con pan duro y esperaron la llegada de otro camión con otra carga de detenidos. Apenas apareció el nuevo contingente separaron los hombres de las mujeres. Los hombres fueron obligados a subir al avión.
-No entran más mi mayor, ¿qué hacemos?- Preguntó un soldado cuando todavía quedaban alrededor de diez prisioneros al píe del avión
-Me los caga bien a culatazos y me los apila uno arriba de otro. La patria no puede gastar más en estos subversivos.  Ordeno  el oficial a cargo del traslado.
Al aterrizar el avión ya era noche cerrada y sin ninguna estrella. Patricio bajó con paso inseguro. Una ráfaga de viento helado le cruzó la cara y lo hizo estremecer de pies a cabeza. La muerte debe andar cerca, se dijo para sí. Era un dicho campesino que lo había escuchado por primera vez siendo muy chico, por boca de  los peones del fundo donde se crió. Por desgracia el dicho estaba en lo cierto. Un solo golpe lo dejó acostado sobre la fría pista de aterrizaje. Sombras uniformadas aparecieron de la nada, golpeando a diestra y siniestra con unos bastones de madera. Los prisioneros trataban infructuosamente cubrirse de los golpes, en un momento, las sombras uniformadas desaparecieron dejando tras de sí, esparcidos sobre el asfalto, los cuerpos golpeados y ensangrentados de los detenidos. Todo se volvió silencio, rachas de viento dispersaban quejidos y llantos entrecortados.
Luego de pasado un tiempo unos poderosos reflectores rompieron la oscuridad de la noche,  Los detenidos fueron obligados a ponerse de pie y desde unos parlantes se escucharon los primeros acordes del himno nacional. Al llegar a la primera estrofa cada preso comenzó a cantar a toda voz.  Esta actitud enfureció a las militares, que tomaron una represalia perversa.
 Los prisioneros fueron rodeados por una docena de perros de policía, a los cuales de uno vez se le iba quitando el bozal y embestían sobre los presos indefensos. Al mismo tiempo las luces se prendían y apagaban.
 En los parlantes sonaba de nuevo  el himno nacional chileno.



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