miércoles, 29 de octubre de 2014

Detrás de la Cordillera
47

   Al despertar, en la enfermería, tenia todo el cuerpo marcado por las dentelladas de los perros. Las heridas habían sido desinfectadas y comenzaban a cerrarse.  Caminaba con  dificultad, sus pasos eran muy cortos y al hacerlo algunas heridas se volvieron a abrir.  A pesar de su estado, aun de convalecencia esto no fue  impedimento para ser trasladado.
En poco más de dos horas estuvo en su nuevo destino. El lugar era una isla, otrora base naval, hoy reciclada en penitenciaría de máxima seguridad. Luego de las fotos de rigor y de la somera visita del médico, que certificaba que aún estaba vivo, le fue entregado un uniforme, dos mantas y un equipo de rancho. También fue conducido a ver al peluquero quien lo peló al rape.
Al finalizar todos los trámites, un cabo lo acompañó hasta un  patio donde los detenidos estaban formando y, sin decir palabras, con un gesto, le señaló que se sumara a una de las columnas.
En el penal, eran alrededor de mil  y estaban divididos en cuatro secciones. Cada una de estas bautizadas con grandilocuentes nombres por los milicos: Libertad, Septiembre, Aurora y Victoria, a esta última fue incorporado Patricio.
Al escuchar una orden, la formación se puso en marcha hacia distintas barracas. Apenas ingresó, Patricio se quedó parado al borde de la puerta sin saber que hacer. El lugar era sórdido, un viejo galpón de madera y chapa con grandes ventanales donde faltaban la mayoría de los vidrios. Las camas estaban en doble fila dejando en el medio un gran pasillo, detrás de estas unos cofres individuales donde cada detenido guardaba sus pocas pertenencias.
-Venga compañero, por acá. Traiga sus cositas. Dijo alguien que extendiendo la mano.
-Ignacio Toro pa’ servirle a usted. Patricio estrechó la mano.
Al desandar por el largo pasillo otras voces y otras manos se acercaron para saludar. La marcha se detuvo al pie de un camastro, Patricio depositó las mantas encima del colchón y las cosas del rancho en el cofre. Toro se retiro y lo dejo solo para que descanse hasta la hora de la cena.
Patricio estiró el colchón  y colocó las mantas, la cama que le había tocado en suerte era la de arriba, así fue que al trepar con mucha dificultad, un quejido se le escapó de los labios. Esto fue advertido por el compañero de la cama de abajo que preguntó.
 ¿Qué pasa cumpa, algún problema? Patricio negó con énfasis, minutos después un pequeño hilo de sangre caía desde la cama de arriba.
Un silbido corto, rítmico y punzante cruzó por todo el pabellón, al instante Toro y un grupo detenidos estaban al pie de la cama.
-El compañero parece que esta herido. Habló el autor del silbido señalando la cama de arriba. Patricio le restó importancia a su herida y se negó a recibir ayuda.
-Te vas al tiro nomás, hasta Libertad y busca al doctor. Le dijo Ignacio Toro a uno de sus compañeros. Después le habló a Patricio.
-Mire compañero, aquí la cosa es bien sencilla, si usted está herido es nuestro deber ayudarlo. Me imagino que sabrá de sobra que el coraje individual no sirve de nada, sino no se esta al servicio de un colectivo y aunque no lo parezca, eso somos aquí adentro. Toro hizo una pausa, cambió el tono de dureza en su voz por otro mucho más suave y agregó:
-Así que basta de güeverío, que lo va revisar el doctor. En esos momentos regresaba el otro compañero.
-El doctor no se encontraba en el pabellón, pero su ayudante se ofreció a colaborar. Y señaló a un muchacho flaco y pálido, que se acercó al borde de la cama con timidez.
 El muchacho, revisó a Patricio concienzudamente. Pasados unos minutos sacó del bolsillo de su pantalón un trapo blanco y vendó la herida sangrante.
-Las heridas están cicatrizando bien, hay que tener cuidado con la que esta abierta, recomiendo que camine lo menos posible por un par de días y que duerma en una cama de abajo, para evitar el esfuerzo de trepar Hablo el muchacho que parecía haber recuperado su timidez habitual. Luego se despidió y prometió en volver mañana, trayendo en lo posible, una venda de mejor calidad.
-Toro, el compañero puede usar esta cama, yo me llevo mis petates para arriba. Habló el detenido de la cama de abajo que hasta ese momento se había mantenido callado.
-Es buena idea. Asintió Toro. Patricio  se negó pero ante la insistencia de los demás pasó sus cosas a la cama de abajo.
Este hecho no fue la única muestra de solidaridad que encontró en su primer día de cárcel. A la hora de la cena, sentado a la mesa común, ante un humeante plato de guiso, tuvo su segunda vivencia. Todos los compañeros de mesa, que eran más de veinte, aportaron de su ración una cucharada, que engrosó el plato de Patricio.
Esa noche, una vez que apagaron las luces del pabellón, envuelto en las mantas, Patricio Quesada lloró como nunca lo había hecho en su vida. Quebrado por la emoción se juramentó dar lo mejor de sí para  corresponder tanta dignidad.



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