lunes, 6 de octubre de 2014


FEA



“Narigasnadaquenarigúnproblemaenarizona” era el apodo que le habíamos puesto, copiándonos de los más grandes. Ella no era del barrio, pero tenía amigas en alguno de los departamentos, así que siempre andaba por ahí. Vivía en la Muñoz, donde desembocaba la calle “del paraguayo”, calle nunca transitada por nosotros dado que para ir al parque o la panadería íbamos por la paralela a la ruta, y para ir a la 31 o la Carnicería Chalita, cruzábamos el campo por la calle del pozo. La cuestión es que esta chica tenía una nariz enorme y ganchuda. Era flaquita y menuda, lo que destacaba más aun su enorme defecto físico. Defecto que contrastaba con lo proporcionado de nuestros cuerpos (pensar en el tamaño de mi cabeza o de los labios de Gustavo). Por supuesto aportábamos, de manera ostensible, a hacerle la infancia intransitable. Verla a ella era suficiente para disparar todo tipo de burlas (galpón de moco, por ejemplo). Y ninguno de nosotros, galanes, iba a tocarla ni con un palo. Tal vez porque darle bola era “un quemo”, nadie le prestó atención. Así que, para nosotros, esta chica creció de un día para otro. Ahora su nariz se asentaba sobre un cuerpo espectacular, que tenía todo lo que debía tener y más. Ahora su nariz era un toque de exotismo, no un horripilante apéndice. En realidad ya lo que menos mirábamos era su nariz. Había llegado el momento de la revancha: por mucho que nos esforzáramos en caerle simpáticos (y las hormonas nos empujaban a niveles de esfuerzo ridículos), no nos daba bolilla. Y la cosa se puso peor cuando se operó y redujo su órgano olfativo a tamaño normal. Ya no solo no nos daba bola, pasaba contoneando todo aquello que conformaba nuestro objeto de deseo y nos miraba con gesto absolutamente despreciativo. Solo nos quedaba el consuelo solitario realizado en su honor. Aprendimos dos cosas de aquella experiencia: que la naturaleza produce cambios impresionantes y que la cirugía los mejora. Y una tercera: no hay mujeres feas…

Alberto López Camelo

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