lunes, 26 de mayo de 2014


PARÉNTESIS MARCANDO LA ZETA


En el lugar que hoy ocupa el Hospital Mercante existió, una vez, una cancha de fútbol. Por supuesto, como el resto de esos estadios en los que pasaron tantas cosas trascendentales de nuestra vida, no era mas que un potrero. Pero ese potrero en particular fue fruto del trabajo arduo de un montón de chicos alumnos de la 31, que se esforzaron para tratar de enderezar las tozudas lomas, rezagos de antiguas plantaciones. Cuando ya la escuela hacía tiempo que había dejado de utilizar ese “campo deportivo”, algún avivado lo convirtió en la cancha en que se jugaban feroces campeonatos por plata. La cosa era simple: todos los equipos pagaban inscripción. El que ganaba se llevaba el 50% del total de lo recaudado, el segundo el 25% y lo restante (otro 25) quedaba para los organizadores, que además se alzaban con lo que dejaba el bufet. Negocio redondo, que le llaman. En esos campeonatos se destacaba la figura de un personaje muy especial al que llamaban “el Zorro”. Todos los domingos oficiaba de incansable referee. Cual Castrilli del 9 de Julio (por la época, un Dellacasa), el zorro impartía, partido tras partido, justicia futbolística a equipos que mas bien parecían primitivas hordas. A él no lo amedrentaban así nomás: si tenía que cobrar un penal o expulsar a un jugador no le importaba lo caliente que estuviera la situación. Lo hacía y punto. Y se bancaba la que viniera. Debo reconocer que era buen árbitro. Lamentablemente los dirigidos por él no pensaban siempre lo mismo. Cada tanto intentaban reventarlo a trompadas. No sin esfuerzos, a veces lo lograban. Es mas, se comentaba que los dientes ausentes de su boca (la mitad, mas o menos), los había perdido uno por uno en sendas peleas a puño limpio con futbolistas que no le reconocían razón en sus fallos. Pero no importa lo desfigurado que quedara, al siguiente domingo lo tenías allí, pitando a diestra y siniestra, administrando justicia donde no la había, imponiendo su saber y su personalidad en medio de la barbarie. Una tarde me encontraba, como tantas veces, al costado de la cancha mirando el campeonato (no tenía edad para lidiar en esas justas deportivas), cuando ocurrió algo extraordinario; Le reclamaron al zorro un fallo. Por supuesto eso era normal, lo extraordinario era que ambos equipos reclamaban con igual virulencia. Todos querían la cabeza del inflexible árbitro, que pronto se vio rodeado no solo por los jugadores de los dos equipos, si no también por parte del público. Eran tantos los que se abalanzaron sobre él que ya no lo veía. Imaginé lo peor. De pronto sonaron nítidos, poderosos, tres tiros. Me tiré de panza al piso sin dejar de mirar hacia el tumulto: Ya se había disuelto. Los que no estaban en tierra, huían a toda velocidad en distintas direcciones. Solo quedaba el zorro, parado, con el brazo derecho en alto y un revolver 38 apuntando al cielo. Lo único que dijo fue: -¿Qué carajo reclaman?. Nadie le contestó. Cuando los jugadores se repusieron, volvieron a la cancha. Sin decir nada y con la cabeza gacha aceptaron que el zorro expulsara a los dos capitanes por protestar. Después reiniciaron el partido.
No se volvió a escuchar una queja en el resto de la tarde.
Alberto López Camelo

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